6 may 2023

LA BENDICIÓN NO TIENE PRECIO...

 



    El que le paga al gaitero, le pide la tonada. Esta regla, el sacerdote Santiago Trelles, que de gaitas sabía mucho, la tenía muy clara, por lo cual poniendo una suma importante, Trelles no escatimaba en adjetivaciones al realizar un bautismo, un casamiento o un funeral. Era una práctica tan habitual como negada, por parte del recaudador, que desde su hoja periodística, en 1928 afirmaba: “Que quede constancia que no existen derechos parroquiales para los pobres. Los que pues, dejan de bautizar sus hijos, casarse por Iglesia y cumplir los deberes que la religión les impone, es porque quieren; nunca porque tengan que pagar un solo centavo.” El aviso también admitía que a los ricos sí les cobraba, aunque a veces se encontraba con algunas sorpresas.

Con música o sin música

    En abril de 1929, el periódico Tribuna decía: “Al Señor Trelles le ha fallado una intentona de rapiñaría, el hombre muestra las uñas en cuanto la oportunidad se le ponga al frente. Un conocido comerciante de Chillar se presentó en el despacho parroquial para suministrar los datos a los efectos de la celebración y consagración de su matrimonio; como medida previa consultó cuánto importarían los derechos del señor Cura, a lo que este contestó, muy suelto de cuerpo, que por tratarse de una familia conocida (refiriéndose a la de su contrayente) los derechos y gastos no pasarían de los cuatrocientos pesos con música o doscientos sin ella. El interesado no salía de su asombro y le manifestó que con las pretensiones desmedidas del cura se veía obligado a casarse en Chillar o en Azul. Trelles al ver que se le esfumaban los derechos parroquiales, redujo sus pretensiones: a ciento cincuenta pesos, cantidad que tampoco aceptó la pretendida víctima, ya que el arancel de la curia -que conocía perfectamente- aplica a estas ceremonias treinta pesos, cantidad que ofreció si aceptaba celebrar el acto en su parroquia.. El cliente había ganado la partida. El cura no tuvo más remedio que aceptar. Claro que la celebración de la ceremonia, no duró más de diez minutos y fue “a cara de perro”.

    El cura caía permanentemente en contradicciones, pero mucho no le importaba, el defendía los derechos… los derechos parroquiales. Por un lado deja constancia que no se cobra a los pobres, por los casamientos y bautismo y por otro defiende la exclusividad, aclarando que las misas mensuales donde se dan los nombres de los finados, como así también las de paño, túmulo y demás funciones pertenecientes a la Parroquia “no podrán celebrarse en ninguna otra capilla”. A veces el servicio de lujo, solo se notaba en el precio. No siempre se cumplía lo pactado. Un vecino, de estatura pequeña y orejas prominentes, había contratado un funeral de lujo para un familiar. Al concluir el mismo, donde no apareció ni la alfombra, ni los crespones, ni los candelabros, el hombre enojado fue a reclamarle a Trelles por los servicios no prestados, ante la imposibilidad de justificar el excesivo cobro, el cura a los gritos le dijo “Petiso orejudo, sal de mi iglesia que la desprestigias”.

    La anécdota más popular sobre el óbolo en la iglesia es aquella donde un pícaro, al pasar la canasta recaudadora ponía arandelas (que hacían ruido de monedas), pero al llevarlas a cambiar por billetes en la panadería de Prada, no pasaban. Trelles, tras identificar al pícaro, al darle la comunión en lugar de la ostia le puso una arandela. El hombre con la arandela en la lengua le dijo: «Padre no pasa». «En lo de Prada tampoco pasa», retrucó el cura. 

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