El
que le paga al gaitero, le pide la tonada. Esta regla, el sacerdote Santiago
Trelles, que de gaitas sabía mucho, la tenía muy clara, por lo cual poniendo
una suma importante, Trelles no escatimaba en adjetivaciones al realizar un
bautismo, un casamiento o un funeral. Era una práctica tan habitual como
negada, por parte del recaudador, que desde su hoja periodística, en 1928
afirmaba: “Que quede constancia que no existen derechos parroquiales para los
pobres. Los que pues, dejan de bautizar sus hijos, casarse por Iglesia y
cumplir los deberes que la religión les impone, es porque quieren; nunca porque
tengan que pagar un solo centavo.” El aviso también admitía que a los ricos sí
les cobraba, aunque a veces se encontraba con algunas sorpresas.
Con música o sin música
En
abril de 1929, el periódico Tribuna decía: “Al Señor Trelles le ha fallado una
intentona de rapiñaría, el hombre muestra las uñas en cuanto la oportunidad se
le ponga al frente. Un conocido comerciante de Chillar se presentó en el
despacho parroquial para suministrar los datos a los efectos de la celebración
y consagración de su matrimonio; como medida previa consultó cuánto importarían
los derechos del señor Cura, a lo que este contestó, muy suelto de cuerpo, que
por tratarse de una familia conocida (refiriéndose a la de su contrayente) los
derechos y gastos no pasarían de los cuatrocientos pesos con música o doscientos
sin ella. El interesado no salía de su asombro y le manifestó que con las
pretensiones desmedidas del cura se veía obligado a casarse en Chillar o en
Azul. Trelles al ver que se le esfumaban los derechos parroquiales, redujo sus
pretensiones: a ciento cincuenta pesos, cantidad que tampoco aceptó la
pretendida víctima, ya que el arancel de la curia -que conocía perfectamente-
aplica a estas ceremonias treinta pesos, cantidad que ofreció si aceptaba
celebrar el acto en su parroquia.. El cliente había ganado la partida. El cura
no tuvo más remedio que aceptar. Claro que la celebración de la ceremonia, no
duró más de diez minutos y fue “a cara de perro”.
El
cura caía permanentemente en contradicciones, pero mucho no le importaba, el
defendía los derechos… los derechos parroquiales. Por un lado deja constancia
que no se cobra a los pobres, por los casamientos y bautismo y por otro
defiende la exclusividad, aclarando que las misas mensuales donde se dan los
nombres de los finados, como así también las de paño, túmulo y demás funciones
pertenecientes a la Parroquia “no podrán celebrarse en ninguna otra capilla”. A
veces el servicio de lujo, solo se notaba en el precio. No siempre se cumplía
lo pactado. Un vecino, de estatura pequeña y orejas prominentes, había contratado
un funeral de lujo para un familiar. Al concluir el mismo, donde no apareció ni
la alfombra, ni los crespones, ni los candelabros, el hombre enojado fue a
reclamarle a Trelles por los servicios no prestados, ante la imposibilidad de
justificar el excesivo cobro, el cura a los gritos le dijo “Petiso orejudo, sal
de mi iglesia que la desprestigias”.
La
anécdota más popular sobre el óbolo en la iglesia es aquella donde un pícaro,
al pasar la canasta recaudadora ponía arandelas (que hacían ruido de monedas),
pero al llevarlas a cambiar por billetes en la panadería de Prada, no pasaban.
Trelles, tras identificar al pícaro, al darle la comunión en lugar de la ostia
le puso una arandela. El hombre con la arandela en la lengua le dijo: «Padre no
pasa». «En lo de Prada tampoco pasa», retrucó el cura.
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